Regresaba de la escuela y la tía Elena me llamó a su lado e hizo una observación a mi madre.
— María, esta niña se ha desarrollado mucho antes que sus hermanas, debe usar sostén; y trata de comprarle blusitas escolares con spandex para que sus niñas puedan respirar.
— ¿Sus niñas, tía?
— Maia, tu mamá me entiende
Guardé silencio, en un principio no debí hablar porque la conversación se estaba sucediendo entre mayores. Mi madre se molestó por las observaciones de la tía Elena pero no dijo nada, solo no volvió a ser invitada a casa, pero empezó a verme de forma diferente; y días después dejé mis pequeños corpiños y usé mi primer sostén, también unas blusitas que se expandían en los lugares más abultados, permitiéndome -al fin- respirar profundo.
En esa nueva versión de mí, me daba vergüenza asistir a clases con sostén y blusitas elásticas, era imposible disimular la forma del cuerpo, pero rápidamente me acostumbré, la comodidad logró imponerse al cambio.
Días después regresé avergonzada y temerosa, mis padres tenían un negocio familiar cerca de la casa, me detuve en la puerta y me quedé callada, observando su ardua labor para mantener en óptimas condiciones a su familia, ellos se encontraban ensimismados en sus ocupaciones. se hablaban poco, habitaban el mismo espacio apenas siendo conscientes de la presencia del otro, aún así, agradecí que se mantuvieran en su línea de padres unidos por sus hijos, algo que -sin hablarlo- habían decidido.
En algún momento mi madre levantó la vista de sus ocupaciones, se quedó mirándome, con esa mirada que sentía tan penetrante, era como si con solo verme sacara todos mis secretos y demonios; y desnudos los colocara allí, a la vista de cualquiera -mi abuela decía que mi madre tenía una mirada matadora, decía que así nos controlaba; y sí, cuando ella lo hacía, me convertía en zombi-. Mi madre no dijo nada, solo permaneció mirándome por largo rato, quizás presionando el momento para que revelara mi secreto, el que creí mejor guardado, tenía la piel erizada y hacía un gran esfuerzo por parecer serena.
Pasados varios minutos en los que intentaba escabullirme de sus ojos, mi padre se percató de mi presencia, sonrió e hizo algún comentario que no recuerdo -o no escuché, perdida como estaba- mi padre seguía hablando y yo seguía sin entender lo que decía, hasta que oí la voz de mamá — No te gastes, Juan, ella no te escucha. Mi madre me hablaba con la mirada pero mi problema era mayor y no presté atención.
— ¡Reprobé una materia!, bueno, no propiamente la materia, un examen -dije-
— ¿Solo uno?
— Sí, pa
— Bueno, uno no es ninguno, preocúpate cuando repruebes tres, -dijo mi padre-
Sentí un poco de alivio, aún así, la vergüenza no disminuyó, mi madre seguía sin quitarme la vista de encima, ella y los cuatro empleados de mis padres.
— Vamos a casa, Maia
Estaba asustada, mi madre nunca se interesó en mis calificaciones o cualquiera de mis deberes, ella asumía que cada uno hacía lo que debía y nunca se involucró en algo después de haber dado una indicación o una orden -así entendía la confianza- pero no veía otro motivo que justificara su molestia. Al llegar a casa se colocó delante del espejo y señaló que me colocara a su lado; y así lo hice.
— ¿Qué es lo que ves, Maia?
— No lo sé, nada -sus ojos se volvieron más pequeños, señal de una gran molestia-
— Esto nunca debe verse, Maia, no debes tentar a los hombres ¿cómo dará la cara por ti tu padre si andas así, exhibiéndote? -lo decía al tiempo que señalaba en el espejo mi busto, más precisamente unos puntos sobresalientes en ellos-
— Yo, eh. Me quedé callada, por primera vez fui consciente que mi cuerpo era diferente al de las otras niñas. La vergüenza por el examen reprobado se vio minimizado por esos botones sobresalientes en mi blusa, instintivamente crucé los brazos tratando de cubrirlos y bajé la mirada.
— ¡Controla tus emociones!, es la única forma de dominar tu cuerpo, Maia. -asentí cohibida-
Luego de unos años aprendí, que eso que mi madre reprobaba tan duramente podía funcionar a beneficio; y cambiar fácilmente un no, por un sí.